miércoles, 22 de agosto de 2007

CADA EQUIS TIEMPO (Rimbaud - Agosto 2007)



Cada equis (incierto tiempo,
aunque nos aflija el temor
de no aceptar el misterio);
anegados por un frío dolor,
debemos ir al cementerio
en algún penoso momento.

Y ha ocurrido esta mañana,
en que las flores marchitas,
amustiadas por los olvidos,
eran unas opalinas sonrisas
abandonadas en sus retiros,
soñando otra luz temprana.

Anteayer, en luna creciente,
con fatiga y ronca amargura,
nos abandonó en un suspiro
el que ansiaba otra luz pura:
La conciencia de un amigo
que aún tenemos presente

Ha sido profunda la herida
que le ha infringido, feroz.
Y, quizá, con buena suerte,
por un desenlace tan veloz,
le ha devorado la muerte
que se nutre de otra vida.

Estuve un rato a su lado,
separado por el cristal
que apartaba su silencio
del triste abrazo global,
de los abrazos, lamentos,
y del llanto derramado.

Tan serio, sus ojos dormidos
entre las floridas coronas
encintadas con memorias...
Muy adecuado a sus ganas
de disfrutar, sin más gloria,
que el amor de sus amigos.

Deserté de la sala privada
y volví a sentir la vida latir,
viajando por aires y soles;
y a los pájaros, con el batir
de aleteados temblores
en pos de la tierra perdida.

Esta mañana temprana,
entre senderos de lodo,
hemos hecho el camino
hacia donde queda todo
embarrado y sin destino;
rota la esperanza vana.

Hoy, todavía es verano
y, por la gracia del cielo,
vuelan abejas afanadas
entre flores de terciopelo,
y hojas, de agua perladas,
que rezuman en la mano.

En un lugar del Campo Santo,
con nichos, de planas losas
escritas con nombre propio,
estaban, algunos, con rosas,
de las que se hacen acopio
en jarrones de ancho canto.

Poblados lugares desiertos;
cuidados campos de hierba
por ángeles de dura piedra;
y una saturación de santos
medio ocultos por la hiedra,
adornando hogares muertos.

Enfrente de nuestra mirada
queda un bosquecillo oscuro,
que está siendo desbrozado
para alzar algún otro muro
donde dejarnos encerrados
cuando vayamos a ser nada.

Ya no trabajan las palas
que antes abrían zanjas.
Ahora están conformados
los paneles y las franjas

que nos tendrán apilados
en cajuelas enterradas.

El aroma de los cipreses
difunde efluvios livianos.
Las nubes hisopan lluvia
sobre los pocos cristianos
congregados por la curia,
como fieles feligreses.

Veo una mirada limpia
de un cura, sin sotana,
que pasa, solemnizando
ceremonias, la mañana;
según se van enterrando
los muertos de cada día.

Me lío en conversaciones
acerca del tema esotérico
sobre el imaginario cielo
y del porvenir materico
lejos del polvo del suelo;
no acordando conclusiones.

El infierno o el purgatorio,
para lavar muchas culpas,
nos sugiere como destino
quien, pidiendo disculpas,
se asemeja en el desatino
a un nuevo Juan Tenorio.

Me cuesta mantener la Fe
de las virtudes cardinales.
En lo que respecta a vivir,
somos como los animales
a los que les toca el sufrir,
y nunca sabemos porqué.

Con sentencias rituales,
y unos rezos musitados
de forma casi inaudible;
con los rostros enlutados,
firman testimonio ilegible,
varios testigos formales.

Abrazamos a la triste mujer
que envía al amado ausente
una larga mirada, apenada,
con ojos que ya están secos;
aunque llore desconsolada
porque más, no cabe hacer.

Crucificando el cuerpo
con la señal de la cruz
y la frase de una verdad:
“En el nombre de esa luz
Padre, hijo y la Trinidad,
entrego a mi amor muerto”.

A lo lejos, las aeronaves,
pintadas en plata y azules
ponen rumbo al Oriente.
Meciéndose entre nubes,
buscan al astro luciente,
tal suelen hacer las aves.

Todos elevamos las miras:
los animales que sueñan;
los artilugios que ascienden;
los anhelos que suspiran;
los creyentes y penitentes
que quieren curar heridas.

Lanzo una mirada al suelo
olfateando la tierra, atento.
La lluvia aún no ha cesado,
y tiene un olor de fermento
que el sol no ha evaporado
y va ascendiendo al cielo.

Entre rasgones nubados,
entran ráfagas de fuegos
dando su color al duelo
de oraciones y ruegos,
que traducen el anhelo
de los seres desterrados.

Mientras, silente, repito
palabras sin gran sentido
y, por el uso, aprendidas;
contemplo, de mi amigo,
la imperturbable partida
hacia un destino infinito.

Refulgiendo al nuevo sol.
sobre tumbas en reposo;
como polvo de diamante,
fluyendo lento y viscoso,
dejan su rastro brillante
las babas de un caracol.


Rimbaud

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