miércoles, 16 de mayo de 2007

TXIKI





Quisiera no tener que llorar, pero no puedo.
Está en mi íntimo deseo pedirte perdón,
por mi forzada condición de verdugo,
besando tu frente agrisada, blanca y dura
y rascando tus tiesas orejas con ternura.

Hoy te he dejado y, hoy, tú a mí me dejas,
tan solo como jamás hubiera esperado.
Antes de apurar las últimas primaveras,
he visto tu lento acabar y, en esa espera,
te consolaba acariciando tu pelo de seda,
que había encanecido, en armonía conmigo.

He cardado la lana gris que te daba abrigo
poniendo entre mis rodillas tu gran cabeza;
refugio habitual en que te has protegido;
lugar donde solías beber de mi cerveza
lamiendo, dócil, la mano que te alimentaba.

Tu nombre ha quedado, mordido en mi alma
sin haber podido anestesiar mi sentimiento.
Torpes y remisos, hemos cubierto la jornada
hasta el lugar de este odiado desencuentro.
Hemos llegado, flaqueando, al aséptico servicio
donde te han puesto a dormir, sin sufrimiento.

No tengo tu correa, ni guardaré otro recuerdo
que la ilusión de tenerte conmigo en un futuro,
en el que imagino caminar para siempre juntos.
Mis manos rozando tu piel, cruzándonos miradas;
yo gritando con voz destemplada y tú, tan terco.

Pastor inquieto, que desplumaba almohadas;
el capricho de la vida, hizo que te ayudara
y, finalmente, has acabado salvándome a mí,
animándome, con juegos apremiantes, a vivir.
No he tenido mejor amigo, rudo, fiel y travieso
compañero, con quien aliviarme del cansancio.

Has sido guardián paciente de todas mis ausencias,
de búsquedas angustiosas e intranquilas esperas,
olfateando anhelante mi regreso y mi presencia.
Estos quince años los has llenado de experiencias,
de divertidos juegos, saltos, cabriolas y carreras.

Celebrando tu regreso o mi llegada,
confidentes, cada cual a su manera,
bebiéndonos una cerveza compartida.
Tu, sorbiéndola con ansia en tu pocillo,
y yo engañando al insomnio como fuera,
escribiéndote algún poemita sencillo.

No volverás a correr para obsequiarme,
llevándome un roto periódico cada día.
o una carta húmeda, arrojada por la verja;
dándome prietos abrazos con tus patazas,
y cien lametones de húmedas querencias.

Se seca el árbol donde buscabas la sombra;
no se agita, inquieta, el agua azul turquesa
con el retemblar saltarín de tu contento.
No rodará el balón de goma de tus juegos,
ni descubrirás, ávido, tesoros en la arena,
pareciendo vivir imaginadas aventuras.

Este año, has sido una reposada figura,
testigo mudo de pequeñas y grandes cosas,
aunque tuvieras la mirada gris opaca y ciega,
dando pausados pasos y atándote a mi mano
por la floja e inútil sujeción de una cadena.

Digo, que hemos compartido nuestras penas.

Hace tiempo que suponía que esto acababa.
Ya estabas, por edad y naturaleza, destinado
a un previsible, inevitable y compasivo final.
Un sacrificio habitual, aunque más acomodado,
en la aséptica y fría sala de una clínica cercana.

Súbitamente, el doméstico candil,
ilumina con imágenes el mediodía.
Veo nacer caballos en malos partos,
asomando las cabezas aún sin crin
por aberturas de fluidos verdosos.

Sobre cuerdas trenzadas y espartos,
meditan algunos hombres piadosos
a la búsqueda de un paraíso sin fin.
Los sonidos de tambores tronantes
nos inquietan, reclamando en su batir
el final que nos aguarda, sin pereza.

Muestra la vida su natural crudeza:
una muchedumbre de oscuro cabello;
insondable arcano de nombres ignorados;
millones de seres, llenos de belleza,
dorando al fuego el don de su sonrisa.

Canta el ruiseñor sonoros trinos de candor.
Un florido naranjo y el reverdecido granado
sustituyen al importante ciprés, tan envarado.
Semillas de aceite de mayo calman mi dolor
y azulados lirios adornan tu eterno descanso.

Perdido en reflexiones, ya sin prisa,
he retirado el ancho platillo de tu ración,
que había dejado olvidado en un rincón.
Entrecierro mis ojos, para tenerte en ellos.
¡Vaya como eras!... Siempre tan tragón,
que has conseguido devorarme el corazón.


Rimbaud