lunes, 21 de julio de 2008

TORO (Rimbaud - Junio 2008)

Te observé en el campo, cuando pastabas junto a los erales.
Eras altivo, robusto, de pesado cuello, veleto y astifino.
Mugías levemente, aspirando el aire con dulzura,
presintiendo mi presencia de verdugo y la tortura,
cruel e implacable, con que se preconizaba tu destino:
el de un noble modelo de bravura entre tantos animales.

En mi cuenta: más de mil muertes, entre sonoros clamores
y aplausos, con los tendidos del anillo enardecidos;
en las tardes de triunfos y celebradas faenas,
cuando el éxito y el placer ahogan las penas,
y la multitud asemeja un campo de nardos floridos
agitando pañuelos, rogando trofeos y reclamando honores.

Por la noche, cubriste mis sueños de pesadillas y temores:
menguantes siluetas de una luna cortada entre cielos;
astas, como espadas que exhibieras levantadas,
creando con ellas cunas a brumosas alboradas.
Mientras, intentaba dormir, agitado por fríos recelos,
y el recuerdo sonoro de roncos mugidos y recios estertores.

Ya es de día, otro día más, tempranamente claro, amanecido,
Hoy no he escuchado el sonido de campanas matutinas.
La ventana de la habitación presta luz a mi figura;
los espejos retornan mi acetrinada desnudez pura;
el aire trae un dulce aroma a flores brotadas, y a calima.
Sobre el blando lecho, una hilacha de sol sobredora mi vestido.

Me abandono al placer suave del agua fresca y del húmedo calor.
No hay prisa, ni camino, ni lugar aún a dónde deba ir
en esta mañana de recogimientos y esperas,
como lo es, por costumbre, en mis maneras.
No pienso, al fin, que uno de los dos va allí a morir;
aunque es cierto que, en el circo seré el otro humano gladiador.

En los días de faena, lo más sonoro es el silencio respetado.
Quiero escuchar el eco interior de mis rítmicos latidos,
sin jarana de cante, guitarreos o manzanilla.
A mi vera, cada cual en su afán, la cuadrilla.
Los bártulos de torear: arreglados, en orden y recogidos;
lo que hayan de decirme, en susurros y con tiento relatado.

Son las cuatro: es la hora, y estoy vestido y compuesto.
En mi crispada mano, aprieto con fuerza una medalla:
un amuleto: el recurso paliativo de lo temido.
El coche a la puerta, con el motor encendido.
En derredor, la curiosa afición importuna y da batalla,
apretándome con más apuro y ahogo que el terno puesto.

La monumental plaza se expande ante nuestros ojos:
un gran asilo humano, exultante de emociones.
Salto del coche, y me tientan miles de manos
para tocarme, como a un dios de los romanos.
Lo soporto, esforzándome en mis obligaciones;
empujado hacia la sólida pared enladrillada en rojos.

El recinto abre puertas como agujeros en un gran queso.
Quisiera salir en volandas por aquel Portón Grande;
aunque ahora debo entrar por un discreto portillo,
donde me tiende su mano suplicante, un chiquillo,
y remolonean los listos que quieren colarse de balde,
intentando entrar por el bien guardado y difícil acceso.

Una mujer morena y ceñida, con sugeridas intenciones
me lanza, amohinando los labios, un rojo beso.
A posta, le envío una ligera y fugaz mirada.
Ahora, ni quiero ni puedo prometer nada.
Después, pensaré, si me cuadra, en algo de eso;
no tengo el cuerpo serrano para saciarme de pasiones.

El gran portón, verde esperanza, se mantiene aún cerrado;
solo la abren en las memorables tardes de la fiesta.
¡Cuántas veces he pasado bajo ese arco triunfal,
si puede ser digno de gloria matar a un animal!
Por ella deseo salir en alto, y con la figura enhiesta.
Sería el premio global al valor, y que lo haya demostrado.

No hay maestro que se estime que no ansíe la vana gloria:
aplausos y los sangrantes premios de orejas y rabos.
Los sueños de cada día, la codicia de mis rivales,
(y la mía, desde me iniciaron en estos festivales):
obtener trofeos con nombres tan desafortunados,
que quedan, como hitos de éxito, dentro de mi memoria.

Y, aunque sin devoción, soy gente de bien, qu es lo primero,
entrando en el consagrado recinto de piadosas oraciones,
rezaré a la Macarena, la de Regla y a toda su familia,
pidiendo perdón a mi enemigo, en la íntima capilla,
(que la hombría no debiera estar reñida con las religiones),
rendiré honor al forzado rival retado a muerte en el albero.

Afuera, bajo el sol de este junio, enervante y ardoroso,
se prepara cuidadosamente el gran recinto inmolatorio.
El público parece rugir, anhelando esos espantos
que el fatal devenir de la fiesta procura a tantos.
Porque en todo ser hay un verdugo y un Juan tenorio:
un lidiador frustrado, y un desconfiado amante celoso.

En el patio de cuadrillas, los robustos picadores,
hacen caracolear, ágilmente, a sus monturas,
cegándoles los ojos con unos prietos pañuelos,
obviandoles la crueldad de presenciar el duelo;
entreteniéndoles en patear las tierras duras;
trenzándoles las crines con los cintajos de flores.

Apretón de manos e intriga en cada vacua mirada.
Cada cual con sus pensamientos, muy ajeno
a lo que pudieran pensar los otros compañeros.
Eso se resolverá sobre la seca tierra del albero.
Es el trabajo el que decide quién es bueno.
La amistad, en el lance, no representa casi nada.

Se percibe el llegar bullicioso de un aficionado.
¡Vaya! ¿Cómo está toda esta gente reunida?
Y se saludan y abrazan, cruzando bromas.
Cada cual conoce de la fiesta, el que más.
Me parece que están encantados de la vida
pues, con la entrada, ese disfrute han pagado.

A la sombra o al sol, van saturándose los tendidos.
El bullicio acrecienta el tono por momentos.
Las manecillas del reloj marcan las cinco.
A mi lado, un alguacil, de un ágil brinco,
libra la puerta de cuadrillas de cerramientos.
Taleguilla, montera y capote, para salir reunidos.

Los alguaciles, hacen bracear con finura a sus caballos,
Destocados, piden de la presidencia, con respeto.
autorice que se pueda dar comienzo a la lidia.
Volviendo para formar el desfile de cuadrillas,
(compuesto según la antigüedad de los maestros).
Es momento de lucirse -, erguidos todos como gallos.

Por tarde, la arena es del pálido color oro de la paja.
Recolocamos la montera, y marcamos breve el paso.
¡Que no haya un solo gesto que no sea airoso!
Aun yendo juntos, cada cual se siente poderoso.
Cuando comiencen los turnos, ya será otro el caso.
¡Cómo hiere el sol, aun mirando con la vista baja!

El coso en luz y sombra es un grave eco de rumores
donde cambian pareceres los buenos entendidos,
entrecruzando a voces enardecidas opiniones,
al tiempo que, como en las grandes ocasiones,
despojan de su vitola a los vegueros encendidos,
aprestándose a juzgar, con severidad, a los actores.

El callejón, es un hervidero de preguntas expectantes.
Me siento mejor ahora, cuando rebaten los timbales
anunciando el comienzo de estas singulares tareas.
Me deslizo por el angosto paso, entre las maderas;
tomo el capote y pruebo como se orea en los costales,
lejos de aficionados fisgones, monosabios y ayudantes.

Extiendo y volteo el abanico de lienzo, crema y grana,
ondeándolo, asido por el firme astil, de mis manos,
percibiendo el olor de su tersura almidonada
crujiente cuando flota libre al aire, revolada.
Y miro hacia los anillos: vivos, coloridos y humanos,
sintiendo por dentro, sin motivo, una desvaída desgana.

El resto de la terna, sigue probando el vuelo de las telas.
Entretanto, creo que, cada cual, reza a su santo del cielo
mientras espera el vibrante gemido de los clarines,
que al juicio eterno llaman esa banda de serafines.
La montera, apoyada en la falsa coleta anudada al pelo.
Y pienso: “en muchos hogares comienzan a prender velas”.

No es momento de imaginarse otros muy diferentes dolores.
La brisa arrastra de las bocas los humos expelidos,
Ha llegado la hora que dicen: ”de la verdad”;
mas debieran llamarla como: “de la caridad”.
No la espero de los rostros de pronto enmudecidos.
Semblantes serios, disimulando el temblor de sus temores.

Suenan los metales, anunciando la salida del toro primero.
El cartelón muestra el nombre y su brutal peso.
Las gradas estallan en aplausos complacidos.
Gusta a la gente el ver estos toros crecidos,
del color del negro hierro fundido y tan denso,
trotar en locas carreras y llegar, mugiendo, al tentadero.

A pie firme, haciendo mariposas con el paño, espero.
El portón de los sustos se franquea, y te adivino
como dos chispas de furor en la penumbra
del callejón estrecho y frío, que se alumbra
clareando sombras violetas, sutiles como el lino.
No sin razón, al nacer te dieron el mote de:“Lucero”.

Detienes tu galope enloquecido, enfilando mi presencia.
Te observo y me observas, ambos de modo diferente.
En la claridad, no exhibes tu habitual mansedumbre.
La quiebran con aplausos y alborotos de costumbre,
atronándose el coso con los recios gritos de la gente,
demandándote el instinto fiero, no sé si a tu conciencia.

Estás enfrente y te percibo, resoplando tu ira enfebrecida.
capoteo por delante, me estiro y, girando a un lado,
permito que continúes tu carrera sorprendido
de que, lo que hostigabas, haya desaparecido
como si hubiera emprendido el vuelo un ser alado,
burlando, con elegante astucia, tu implacable acometida.

Frustrado en tu camino, buscas, a lo lejos, otro objetivo.
Bajo la luz cruda, chispean infinitas luciérnagas
de cuyo atractivo persigues el brillo inquieto.
Arrancas hacia ellas para someterlas a tu reto
y, al arribar a su altura, empujas para derribarlas
sumiendo el morro, antes de dar la cornada al enemigo.

Repetidamente, agujereas el aire con tus tiesas veletas.
Mas allá del oscuro engaño con el que te invitan,
solo encuentras el bulto intangible del vacío.
Oyes el rítmico cloquear sonoro del graderío,
y el coro de fantasmas inquietantes que te evitan.
cuando esperabas pelear contra aquellas figuras quietas.

Te detienes, haciendo oscilar tu cabeza a ambos lados;
olfateas hacia dónde intuyes te llega la amenaza,
y muges, con brava altivez, tu bronco desafío.
Surgen envites de cada lado, formando un río
ondeante de blondas a las que quieres darles caza,
corriendo hacia los tantos señuelos huidizos agitados.

Cada espada, luciéndose en la suerte, hace sus lances.
Chicuelinas, gaoneras, galleos y medias verónicas,
largas, naturales, y alegres revoleras, adornadas.
Un libro de poesías de tauromaquia, declamadas
por roncas voces de hombres, incitadoras y afónicas,
aunque audibles, en el silencio inicial de estos trances.

Hago mi turno, parando al animal de larga cambiada,
dejando que salga en recorrido hacia otro extremo.
Anoto tus derroteros, que caen a izquierdas.
Y creo que debo poner en alerta mis piernas
si, de la faena, no quiero obtener el final que temo;
que no por mucho arriesgar en esto, se consigue nada.

Suena de nuevo el clarín, y se cambia al tercio de varas.
Es momento de que salgan los picadores a la escena
mientras: hay delantales y paros de subalternos,
sin que intenten acercarse a tus recios cuernos
manteniendo al toro entretenido en esta verbena
en tanto, los del castoreño, se van dejando ver las caras.

No hay ser más odiado en los toros que su figura criticada.
Lo hagan bien o mal, serán discutidos de malos modos.
Ellos son quienes reciben protestas por andanadas;
personas con un penoso y duro oficio condenadas.
Es verdad, debo decir que sufren el rechazo de todos.
Más, sin su trabajo, no podríamos gozar de la fiera liberada.

Caminan rectamente, dirigidos con firmeza hasta los medios,
la blanca frontera, que no pueden violar en su cruel tarea,
para esperar allí, pica en ristre, que el toro embista,
buscando, con enconado afán, concentrar en su vista
el medio del morrillo, donde se prende la divisa ganadera,
y atacar allí, con violenta reiteración y sin poner remedios.

El toro precisa ser sangrado a borbotones; roto y desbravado
todo el conjunto nervioso de que dispone en su defensa.
Seccionados los trapecios, serratos y transversos,
por el empuje del brazo y los sistemas perversos
de rotar el hierro piramidal, para rajar tu carne densa,
y la musculatura con que mantienes el cabecear tan elevado.

Tengo que afirmar que jamás había temido enfrentarte solo,
cuando te vi en el campo ralo, entre las encinas antiguas.
Asumiendo la natural brutalidad de tus costumbres,
me estaba habituando a tu aparente mansedumbre,
y contemplaba tu silueta lejana, de trazas leves y exiguas.
Pero ahora, tan de cerca, percibo tu feroz aliento malévolo.

Se aguza en mis sentidos la pulsión del arte, que reclamas.
Pidiendo de tu sangre el requerido supremo último vigor
te cito, recojo y me adorno para llevarte al encuentro,
por última vez, hacia la lanza que te abrirá por dentro.
Luchas, empujas, recibes, reculas cediendo ante el dolor
y te retiras al centro, tiñéndolo de la sangre que derramas.

Así, hasta tres veces, he debido ponerte alineado en suerte,
mientras muestras empuje, con querencia y nobleza
y, a pesar del castigo recibido, entras aún al juego.
En este punto se acaba el toro, para quedar luego
un agónico animal, dañada su entera casta y dureza
al que, toreando, los espadas vamos a entregar a la muerte.

Te silban, como si no hubieran bastado los largos castigos;
ensartándote en el cuerpo, oscuro y tenso, crueles lanzadas
que acaban templando tu ira y drenando tu fuerza.
Hay un instante de reposo, y vuelves a mi la cabeza,
buscando la razón de ensañarme con tus carnes laceradas,
y manifiestas tu descompuesto sentir con sonoros bramidos.

¿Qué es lo que esperan de nosotros toda esa gente que vocea?
Aguardan, en ti y en mí, poder gratificar su esperado terror;
Unos u otros, o quizá todos, ¿quién sabe lo que esperan?
Es probable que, sin decirlo, sea el gritar lo que quieran.
Les da igual que sea por tu astucia, o quizá por propio error,
lo que me ponga al alcance de tus defensas, inerme en la pelea.

La arena está despejada; eres el único protagonista del ruedo
pateas y raes el suelo con tus cascos, bruñidos e inquietos.
estás enfurecido, tramando tu venganza oscura.
Observo tus movimientos, para entender tu ira.
El pasillo se agita, con el activo moverse de subalternos,
repartiéndose las galanas banderillas, que van a parear luego.

Pido y tomo mi par de aceros, y salgo apresurado a la arena fría.
Estas lejos, vigilante de lo que va ocurriendo en tu entorno,
esperando que se mueva algo en que encelar tu venganza.
Inicio, en la distancia, los pasos de mi provocadora danza.
Seguro que no comprendes que tu dolor sirve para mi adorno.
No permito que apuesten por mí, en este azar de mortal lotería.

Voy a buscar el encuentro en el límite que corta el sol en el aro;
saldrás de la sombra para encontrarme, de poder a poder,
como un fantasma fugitivo entre luces deslumbrantes.
Oscilo en mi baile, evitando tu fijos ojos amenazantes.
Tengo que actuar despacio, para no acelerarme y correr,
cuando arranques, cortando caminos, intentando darme paro.

Levanto sobre mi cabeza los arpones de hierro que avivan tu juego.
Son palos con papeles de color, que darán gracia a tu figura.
No sentirás las punzadas en tu masa dañada, entumecida;
y crecerá el perseverante acoso de tu potencia enfurecida
para que, nuestra reyerta, se torne una filigrana oscura.
Busco ahora el sentido de la carrera, para ir a tu encuentro luego.

Luzco los corto cuchillos de los rehiletes, aguardando impaciente,
cuando te arrancas con furor, buscando cortarme el camino.
En mis pasos, tengo el péndulo de mi cintura vigilante.
Estás cerca; y tu obligado aliento me parece abrasante.
Es momento en que debo beber, de mi miedo, el amargo vino.
me echo de lado al momento en que bajas la cabeza, amenazante.

Veo, a la altura de mis hombros el cráter de lava rojiza de tu herida,
y, sobre ella, caída, la enseña de propiedad de tu ganadería .
Clavo, con fuerza, el par de hierros sobre tu piel lacerada,
revolviéndote al terminar, burlado en tu carrera quebrada.
Soy el mismo que te contemplaba, con curiosidad, el otro día
quien ahora aprovecha tu dolor para lucirse, mortificándote la vida.

No insisto, y dejo que continúe la suerte mi ayudante más puntero.
Suenan aplausos que no aprecio, y me cierro en mi lugar.
En los siguientes pares puestos, es muy celebrado.
El animal va al embroque con nervio y empeñado.
El presidente ordena, y el clarín nos apremia a cambiar.
Bebo, y recojo la oscura franela roja, y el curvo estoque de acero.

Tiento el aire, arrastrando la tela por la tierra, húmeda del riego.
Pesan en mi muñeca derecha, recogida, el arma y el engaño
que tiembla con el viento, en suave ondear mecido.
Y sé que, a cada pase habré, de pronto, envejecido;
porque, cada minuto que estamos aquí, es para mi un año
lo que envejezco; y la fatiga que arrastro por dentro, ni la niego.

Levanto mis ojos al cielo azul turquesa, festivo, alegre y veraniego.
Es una buena tarde para empeñarse en la lucha por el Arte.
No tengo, a mi saber, conciencia de lo que me motiva
a destruir tu rotunda silueta de estatua clásica, rediviva.
Quizá sea la ambición, fraguada en la pobreza, por mi parte;
o el logro del fervor popular vano, real o fingido al que me apego.

Me apremian, llaman y obligan a dar comienzo a mi raro trabajo.
mis compañeros estarán atentos a lo que vaya sucediendo.
En cierto modo, todos vamos aprendiendo de otros.
Aunque no lo digamos, todos nos sentimos nosotros.
Lo que le pasa al maestro, igual a quien está aprendiendo,
y nadie es el mejor siempre. A veces se está arriba, y otras abajo.

Paso la muleta a mi mano izquierda, la espada queda en la diestra.
Adelanto el pie izquierdo, lentamente, ganando terreno.
El trapo pesa ante tu morrillo: cebo incoloro a tus ojos;
pero te quedas quieto, alzada la cabeza y los corvejos,
esperando tensar tus músculos para el arranque de estreno.
Te incito, con broncas voces de reclamo resonando en la palestra.

Veo en tu mirada el chispear lloroso de tu inminente amenaza,
tensas el trasero, elevando la masa sangrante de tus altillos.
Bajas la cabeza, babeando un corto y estentóreo mugido.
Te lanzas hacia el inquieto trapo, al que crees tu enemigo.
Aparto el pie y te doy vía, largando trapo hasta los nudillos.
Como un tren de musculados gemidos, pasa tu recia carnaza.

Percibo el fuerte olor animal de tu exudados, excrementos y orines,
dejando en el aire un rastro mezclado de saturados hedores,
de una intimidad compartida, entre dos seres iguales
que, aunque diferentes, no dejamos de ser animales,
y las tensiones y ansiedades las desahogamos con sudores.
Que la naturaleza, de todos modos, siempre debe cumplir sus fines.

Claramente, has dado un derrote a la izquierda, ciñendo pitones.
Insisto en los naturales, ligando tres seguidos con gran soltura.
La plaza pide alegría, y los músicos inician la charanga.
Armo el espadín, pinchando el envés que la tela enmanga.
El toro embiste con naturalidad, fuerza y clara desenvoltura,
Me tomo un respiro. La gente estalla en aplausos, según los cánones.

Medito un momento... Si no dudo, quizá pueda ligar un derechazo.
No obstante, para hacerlo debiera tomar más precauciones.
Adelanto el pie con calma, llamándote contra querencia.
Debo medir, cuidadosamente, cómo muestras tu violencia,
no dejándome ganar por ilusorias e improbadas pretensiones.
El tiento sugerente de la muleta mostrada, no te provoca rechazo.

Apoyas franco, y aunque temo que a la contra me sueltes un derrote,
paso el pié, y ciño al quiebro la cintura, dándote salida por bajo;
y sigues de carril al hilo de la carga, aunque alzas y paras.
Me alejo para tomar distancia, y fijo otro punto, de cara
a donde te llevo prendido en el siguiente humillar y cabizbajo.
Me temo que alzarás la testuz para buscarme, y no quiero embotes.

Apenas me muevo; medio giro y, esta vez, me rozas con tu masa.
Es el límite; no puedo pasarme ni una raya del lance prieto.
Has quedado corto, y preciso que salgas respirando alto;
no puedo dejar que topes y tenga yo que librarme un salto.
Elevo la muleta, citándote aireado al de pecho, con respeto.
Llegas ligero y veleto, buscándome la cara al tiempo que pasas.

Estoy exhausto. Mis entrenados brazos parecen de corcho.
Me doy descanso, dejándote lejos, al cuidado de los mozos
que, vigilándote, protegen mi paseo y me alivian con su trapo.
Doy tres pases de aliño, con los que reposo, y luego me escapo.
Un sorbo de agua para curar la sequera, y repaso embozos.
Vuelvo sobre la zurda, y enlazo más naturales, llegando a ocho.

Una manoletina, a pies juntos y estatuario; luego me atrinchero.
El toro sigue el paño, fiel, contumaz, sin girar la testera.
Si mantengo la situación, la cosa acabará en orejas.
Un ayudado por alto, estático, mirando a las tejas;
un molinete bien cerrado, saliendo de la mejor manera,
quitándome del gallear afarolado que me descubre el plumero.

Es la hora de la verdad, ¡como si no hubiera más que una sola!
Aunque parezca que, debido a nuestra prevista suerte,
las cosas se concreten en un solo punto, insalvable.
De todo lo que nos sucede, al fin, lo más memorable
soy dado a creer que se trata de la inevitable muerte.
Todos estamos, sin pensarlo, en la cima de esa imparable ola.

Desechando estos torvos pensamientos, me acerco a las tablas.
Dejo descansar al toro, para que pueda tener un digno final;
no está en mi ánimo asesinar a un animal que me rehuya.
Demasiado conozco mi debilidad, para abusar de la suya.
Mi apoderado me da un abrazo; siempre me dice algo banal
para evitar pensar más en las cosas de las que siempre hablas.

Apoyo la punta del acero y empujo, para acusar su curvatura.
Es una forma absurda de probar lo que es, de por sí, agudo.
El público se impacienta, y no quiero que me aperciba.
La cosa está bien; ahora resta que el astado me reciba
tenaz y dispuesto a concederme un último esfuerzo testarudo,
para meter el acero, limpio y profundo, por su prieta juntura.

“Lucero” está en los medios, aún conserva un perfil altivo y bravo.
Sus flancos están bañados de un rojo reseco y dorado oscuro.
Los garapullos se sostienen, temblones, en su lomo,
y respira los restos de la vida, con violento aplomo.
Me aproximo a él atrayéndole a los medios, el lugar más puro,
donde merece terminar el combate quien no nació para ser esclavo

En fiel acuerdo con mi demanda, el noble bruto se planta, quieto.
Tengo que acercarme a él, sabiendo que no le puedo engañar,
aunque oscile la muleta a su vista como un títere de trapo
ha aprendido que, tras esa mancha volandera, me escapo,
como una ilusoria figura borrosa, a la que nunca logra alcanzar.
Es mi ventaja; lo que hace esta lucha desigual en el simulado reto.

Si pensara, creo yo, ese animal estaría, además, muy enfadado:
con el mayoral que le hizo correr en el campo verde y raso;
con los peones, que proveyeron cada día su alimento;
con el amo, que le dio nombre y anotó su nacimiento,
y remarcaba su carácter y bravura, evaluada en cada caso.
Porque, de los que admitió confianzas, todos le han traicionado.

Leo en tu mirada, color azul negro, inyectada por la rabiosa ira,
que quisieras vengar en mi toda tus frustradas expectativas.
Ante mi envite, acudes, tirando derrotes desesperados
y, sacudiendo la cabeza, te niegas a perecer aniquilado
aunque tus impulso ciegos hacen que camines a la deriva.
¡Cuidado! - me advierten los subalternos -; que este bicho, tira.

¡Debe entrar a matar! – recomienda uno-, o perderá la faena.
Ya lo sé, tienen razón, lo comprendo... Ya no tenemos sitio.
Has perdido el impulso por la lucha y me quieres cerca.
Te revuelves, yéndote a por todos, con dedicación terca
La gente reclama el final; es inútil discutirlo en este oficio.
Solo espero suerte, y que sea con la primera estocada buena.

Jugueteo con el lienzo para centrarte; pero aún no cuadras.
Intento un pase por bajo, y rendirte el morrillo un tanto,
a ver si vas perdiendo la fuerza y tu enojo.
Y te avienes, amansado, sin denotar arrojo,
permites que te tenga enfrente, sometiéndote al espanto
del sacrificio innecesario, que no justifica ninguna palabra.

Abaniqueo la muleta y la arrastro hacia a mí, bajo tus belfos.
El griterío no evita que examine el poder de tus maneras.
Parecer que juntas las patas, favoreciendo la entrada.
Tengo que elegir el modo de penetrarte con la espada.
De las cuatro posibles, debo acertar a usar la más certera.
Si no fuera creyente, consultaría al pagano oráculo de Delfos.

No estamos en tablas, por lo tanto desecho la natural y la contraria,
Yo he elegido que sea el centro del ruedo, y ese es mi riesgo,
que conlleva adivinar la forma real de nuestro encuentro.
Si te paras, debo elegir el volapié, e ir derecho y adentro.
Si arrancaras - lo que estoy temiendo, debiera recibirte al sesgo,
arrojándome materialmente hacia la cuna de tu testuz candelaria.

No tengo mucho tiempo para pensar; está escrito en mi memoria:
Dejo que caiga despacio, al lado izquierdo, la flácida muleta.
El toro se cuadra, resiguiendo las alternativas del paño.
El brillo que flota en el acero, sirven como guía y apaño.
La mano cerrada enfila el estoque por el mango y la cruceta,
Mi propia voz me sorprende, ronca y suave, al relatar la historia.

Has venido a por mí, y me he arrojado bruscamente a tu recibo
evitando el pitón derecho, que ha pasado rozando mi talego.
Voy empujando la espada por el cráter rojizo del puyazo.
Al tensar mi brazo, he evitado recibir tu reflejo varetazo.
Aprieto los dientes al salirme, saltando de costado, de este juego.
La barahúnda del publico me confirma que el acero se ha metido.

Tengo teñida de sangre la camisa, y se acercan a ayudarme.
No hace falta, no me has herido, y aunque lo hubieras hecho
todavía no siento ningún dolor que me derribe al suelo.
Al menos por hoy, no os daré el sobresalto de mi duelo.
Si el corazón me late desbocado, en el fondo de mi pecho
no preciso de nadie que se disponga aún para levantarme.

Echo atrás al grupo apresurado y cuadrillero que se arremolina
tratando que caiga el toro, enredado en su muerte natural.
Y me quedo frente al vacilante semental, que se resiste.
¡Qué diferente es el toro que agoniza, del que embiste!
Una bocanada sanguinolenta, precede a su derrumbe final,
evitándome que requiera el mal recurso de la puntilla asesina.

Quiero observar de reojo la reacción del público, vociferante.
Siento en la boca un reseco sabor, saturado de sales y cobre.
Hay pañuelos al aire. Quizá haya un trofeo, si es de ley.
Al menos, eso parece que solicitan para mi toda esa grey.
Al presidente, por supuesto, no da limosnas como a un pobre.
El clamor general y el ondear de pañuelos, debe ser bastante.

Mientras, sacan del patio la traílla de mulillas de arrastrado,
azuzadas por los monosabios que enganchan al morlaco.
Se detienen un momento, para mirar al presidente;
que descuelga el pañuelo de gracia ante las gentes.
El gesto lo aplauden quienes no salen a comprar tabaco,
y el alguacilillo va a cortar el apéndice auricular del astado.

Doy unos pasos y recibo, con un abrazo, este menguado trofeo;
con él, muestro mi gozo a la gente que saluda y ovacionan
a mi paso, arrojándome de todo, menos su contento.
No juzgo a los huéspedes de esas gradas de cemento,
que compran con la entrada el derecho con que sancionan;
pero me siento más cerca del animal al que convierten en reo.

Solo los que, como yo, lucen montera y una sonrisa de piedra,
pueden entender el alcance de nuestro común condición.
A nosotros, por arriesgar la vida en este penoso oficio.
Al toro, por ser el sujeto directo del áspero sacrificio.
No obstante, no me puedo quejar de mi buena situación.
Las heridas sufridas curarán rápidamente, y no estoy en quiebra.

Han cambiado los tiempos. La paga que recibimos como verdugos
no es la vergonzosa recompensa de antaño, ni la repulsa.
Procura bienes, que los demas estiman con envidia,
y podemos, con holgura, criar a una amplia familia.
La fama y el respeto que ahora nos dan, bien se compensa
con más monedas, azumbres de vino y hogazas de panes puros.

Rimb.